Crecí en una época donde sólo había tres canales de televisión: América, Panamericana y la señal estatal. Digo esto porque la mayoría de teintañeros que hoy definen lo que veremos en la tele también creció con una Yola Polastri animando los juegos, un Pepe Ludmir comentando los Oscar y un Rulito Pinasco en un programa concurso para toda la familia. También un Ferrando, un «Papá» Chuimán y un «Machucao» que confabulaban con una dupla de Barraza y Casaretto, tan queridos como criticados por el problema del doble sentido.
Porquería ha habido siempre. Y muestra de genialidad también. Pero hoy, el tema se ha vuelto, como en pocas ocasiones, delicado.
Mi generación vio llegar al señor de Telefónica (o a algún otro) con el famoso cable y una trepanación craneana al mejor estilo Paracas sucedió. México y Argentina mandaban en la televisión. Lo que quedó fue mirarnos al ombligo y creernos eso de que «el tamaño importa». Marketing, participación de mercado, torta publicitaria, focus, todos con indicadores; todos con número. Todo con precisión.
Quizá fue el marketing desenfrenado el que no vio el aviso de «Cuidado: niños cruzando en horario familiar». El acelerador respondía impulsado por ese gran motor que es la libertad. ¿Quién me va a prohibir pornografía blanca en tiempo de libertad de expresión?
El genio de Carlín siempre lo expresará mejor que yo:
Hace mucho se puso de moda en internet asesinar, filmar a la víctima y subir el video. Escalofriante. Hoy hacemos lo mismo con la intimidad, con esa vida no corpórea ni medible del ser humano (como su historia que no se pesa ni se mide). Imposible de entender para alguien que sólo lee excel.
No importa. El carrito de las ventas se estrelló contra ese muro del sentido común, tan humano y a veces discrepante y a veces coincidente, pintado de ese grafitti tan dulce que dice «la cagamos».
La marcha fue un fracaso mediático porque sigue pensando en números (mucha gente) y, por tanto, masa. Y cuando se tiene una masa anónima es lógico el desorden y la infiltración. Y los daños.
Marchemos, pero también hacia el control remoto y hacia la góndola del competidor de todo aquel que anuncia en programas que nos son discrepantes. Marchemos hacia nuestros hermanitos menores y fijémonos qué ven y por qué. Marchemos hacia la gente que nos importa y que no nos importe sólo lo que come sino también lo que ve. Marchemos pero sin fanatismo; en silencio y con cariño, tratando de comprender y proponer. Respetando libertades y discrepancias pero ganando en educación de esa misma libertad y en formación de la razón.
Es mentira que a la educación no le toca educar. Y esto por un argumento muy simple: una cosa es entretener y otra muy distinta embrutecer. Y el entretenimiento, cuando es bueno, también educa.